miércoles, 18 de abril de 2012

seguimiento de noticia 14/04/12

Elecciones impolíticas
Ilán Semo
E
l año de 1988 fue axial. El movimiento que unificó a la mayor parte de la izquierda bajo la consigna de oponerse al Partido Revolucionario Institucional en las elecciones presidenciales trazó los paralajes de la política nacional en la década de los 90. Que Carlos Salinas de Gortari usurpó el máxima cargo en ese año es un dato de rutina en la estadística electoral. Lo que siguió hasta 1994 fue un sexenio de crimen y violencia, cuyas proporciones apenas empiezan a vislumbrase en los escasos archivos disponibles. Es obvio que ese bloque complejo de fuerzas que desde entonces la prensa llama la tecnocracia, presintió que se había formado un adversario que no sólo podía disputarle las riendas del gobierno, sino acaso el rumbo del país. Para impedirlo, y reducirlo a su mínima expresión, recurrió la fuerza del Estado. Hay una máxima de Séneca ilustrativa al respecto: En política, quien siembra violencia, cosecha violencia. Salinas de Gortari la descubrió en enero de 1994. No es casual que la rebelión de una guerrilla, el EZLN, que nunca llegó a la guerra, acabó por mostrar los alcances de un sexenio que acabó anegado en la crisis devaluatoria del 20 de diciembre del mismo año.
En las elecciones intermedias de 1997, esa coalición de centroizquierda –ya disminuida– recuperó no obstante fuerzas y expectativas, ahora con el Gobierno del Distrito Federal en sus manos. Fue en ese año cuando la mayor parte de las élites gobernantes decidieron formar una opción que preservara el programa de la tecnocracia, pero que la desplazara no del poder, sino de la Presidencia. El resultado fue el arribo de Vicente Fox a Los Pinos. A diferencia de la violenta crisis de 1988, Fox dirimió sus diferendos con el PRI en una cuantas semanas, convocó a varios de sus más destacados miembros al gabinete y gobernó con los únicos sobresaltos que él mismo se encargaba de propiciar.
Sin embargo, el cálculo de que la coalición de centroizquierda había sido reducida al papel de un convidado incómodo falló. La reacción frente a la posibilidad de que AMLO pudiera obtener el triunfo en 2006 trajo consigo el primer síntoma de lo que sería el centro de la política panista desde entonces: el divorcio entre un proyecto económico y social dedicado a propiciar las formas más salvajes de capitalismo que conoce a sociedad mexicana y los principios de la convivencia democrática.
El capitalismo nunca ha requerido a la democracia para ampliarse; el panismo no hizo más que demostrarlo de nuevo. El primer síntoma de este divorcio fue el desafuero de AMLO. Antes de proceder contra gobernadores que sumieron a sus estados en la noche del crimen organizado (como Sergio Estrada Cajigal, su íntimo amigo en Morelos), Fox quiso erradicar al único que daba algún sentido al término de lo político y, por tanto, a la legitimidad en su conjunto del proyecto de democratización. Visto a ocho años de distancia, el desafuero no fue un simple error táctico, ni un accidente provocado por la angustia de primerizos, sino un elemento constitutivo de esa visión de la política que la reduce a la habilidad para mantener la democracia en la condición de una simple fachada.
Las elecciones de 2006 desembocaron, según las cifras oficiales, en un empate de facto (si se toman en cuenta los inevitables errores de toda contabilidad electoral). Felipe Calderón nuca pudo demostrar que obtuvo el triunfo. Habría bastado con aceptar el recuento de voto por voto, como rezaba la consigna de ese año. Por ello tampoco es posible afirmar que AMLO no ganó esos comicios. A cambio, lo que recibió la opinión pública fue una campaña mediática de mentiras, difamaciones y amenazas (muy similar a la que Calderón empleó en la campaña electoral), cuyo propósito fue sentar un triunfo, que nunca existió en las urnas, en el (de por sí lábil) imaginario público.

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